Tamaño letra:

Durante los últimos capítulos, hemos hecho referencia a la continua colaboración llevada a cabo entre las hermandades Sacramentales de la Antigua Santa Vera Cruz y la del Santo Entierro de Nuestro Señor Jesucristo y Soledad de Nuestra Señora, especialmente para la elaboración de algunos enseres, que serían compartidos durante sus correspondientes salidas procesionales. A pesar de dicha colaboración, no se deben olvidar igualmente los continuos pleitos ocasionados entre ambas entidades, muy especialmente durante la segunda mitad del siglo XVIII, que tanta tinta derramaron.

El año de 1791 quedaría marcado para todas las Hermandades repartidas por el territorio español, por la publicación de la Real Orden dictada por el Consejo de Castilla el 26 de octubre de 1783 en la que se dictaminaba la reforma de las respectivas Reglas fundacionales. En Castilleja de la Cuesta,  las Juntas de Gobierno de las Hermandades de ambos templos parroquiales, Santiago en 1791 (1) y Nuestra Señora de la Concepción en 1796 (2) se pusieron manos a la obra para la elaboración de sus nuevas Reglas, pues ello se convertía en condición indispensable para lograr de nuevo su legalización y eludir la extinción, pero ¿cuáles fueron los motivos que propició el que no solo nuestras hermandades, sino el resto de las repartidas por todo el territorio nacional, tuviesen que reformar sus antiguos estatutos?

Las primeras actuaciones borbónicas respecto a las cofradías tuvieron lugar en el reinado de Fernando VI. Pero fue durante el reinado de Carlos III, cuando el Consejo de Castilla, presidido por el conde de Aranda, se mostró especialmente sensible a los “abusos” de las cofradías. Diversos expedientes de hermandades llegados al Consejo fueron calificados muy duramente y propiciaron el inicio de la actuación del fiscal Campomanes, para proceder al control de estas instituciones. A la vez comenzaban a restringirse algunas prácticas de las hermandades, especialmente algunos de los medios de obtener ingresos. Así, en 1766 de prohibían las demandas a las cofradías madrileñas. Entre las primeras actuaciones destaca en 1767 la prohibición de las congregaciones jesuíticas de laicos (muy similares a las cofradías), consecuencia lógica del decreto de la expulsión de la Compañía.

El 22 de febrero de 1769 Campomanes emitió un dictamen decididamente partidario de las reformas de las cofradías y se envió una circular a todos los arzobispos pidiendo información sobre las cofradías de sus respectivas jurisdicciones. Algunos arzobispos expresaron opiniones muy críticas sobre las mismas, como el de Tarragona, Juan Lario o el de Burgos, José Rodríguez de Arellano, quién llegaría a afirmar lo siguiente: “ si se miran  según el estado actual y práctica de nuestros días, se ve con dolor y lástima que se han desviado quasi totalmente del espíritu, reglas y principales fines de su institución primordial, convirtiéndose el fervor de la oración en ostentación vana y en vacío”.

Otros como los de Sevilla, Francisco de Solís Folch de Cardona, y Granada, Pedro Antonio Barroeta, fueron más tolerantes con ellas. El prelado granadino opinaba que “en muchas iglesias, decaería el adorno y el culto divino si se suprimiesen las hermandades”. Solo era la primera toma de contacto, apenas tenida en cuenta. En septiembre de ese año se ordenaba a los intendentes de la Corona de Castilla y a los Corregidores de la Corona de Aragón, la elaboración de un censo de hermandades de sus distritos, debiendo constar sus advocaciones y sedes, sus fiestas, gastos anuales y si tenían o no aprobación real. Tan solo en la provincia de Sevilla, fueron registradas 1.096 cofradías.

Por fin el 28 de abril de 1783, Campomanes presentaba al Consejo sus conclusiones definitivas, que insistían en los argumentos de carácter económico para actuar sobre las cofradías: “El número excesivo de fiestas que celebraban anualmente, las cantidades que se invierten en gastos de lujo y profusión, los desórdenes que se cometen en tales concurrencias, los empeños que contraen los prebostes, priores, mayordomos o hermanos mayores para salir con lucimiento en sus oficios, el trabajo y jornales que pierden respectivamente los cofrades asistiendo a las fiestas y juntas, y las derramas y contribuciones con que se graban y atrasan, faltando tal vez a las primarias obligaciones del estado, son otros tantos poderosos motivos que convencen la necesidad de dar curso al expediente y tomar la providencia general que ataje tanto daño y actúe junto al Consejo” (5).

Sus propuestas fueron acogidas favorablemente por el rey y promulgadas en Real Resolución el 17 de marzo de 1784. Se extinguieron las cofradías gremiales y las carentes de aprobación; podían subsistir, en cambio, las cofradías sacramentales y las que gozaban de aprobación eclesiástica, y a la vez real, con la condición de renovar sus estatutos ante el Consejo de Castilla, en cuanto a aquellas que poseían únicamente aprobación eclesiástica se aconsejaba su extinción.

A pesar de lo radical de la norma, su virtualidad fue bastante limitada. Al parecer, el propio Campomanes aconsejó restringir su aplicación por temor a la reacción popular.

La aplicación práctica de las medidas restrictivas en las cofradías españolas fue limitada y desigual. Aunque en algunos lugares como en Albacete se suprimieron todas o en otras como Santander se fundieron en una sola hermandad, en ciudades tan importantes como Sevilla o Valladolid, la reducción fue mínima.

En los años posteriores, el Consejo de Castilla reenviaría la normativa vigente al respecto, insistiendo sobre todo en la necesidad de la aprobación real para la renovación de las reglas de las cofradías. Ello dio lugar a expedientes administrativos muy largos y costosos, y a la afirmación de la competencia de los tribunales de justicia sobre este ámbito de la religiosidad popular.

Una vez redactadas las nuevas reglas, tal y como establecía la Real Orden, los primeros pasos dados por las hermandades residentes en el templo matriz de Santiago de Castilleja de la Cuesta, al igual que la de la parroquia de la Inmaculada el siguiente trámite era su presentación en la escribanía del palacio arzobispal hispalense para su revisión por el Regente, Oidor de la Real Audiencia del Rey, y el Escribano Público de esta ciudad de Sevilla y su Reinado correspondiente para su posterior estudio, revisión y aprobación. Una vez superados estos primeros trámites, a continuación fueron  designados unos representantes, casi siempre procuradores de la Real Audiencia de Sevilla y de los Reales Consejos de la villa y corte de Madrid, para gestionar los respectivos procesos que se llevarían a cabo.

Respecto a la designaciones efectuadas por la Antigua Hermandad Sacramental de la Santa Vera Cruz santiaguista, recogida y firmada en una carta por los hermanos, José de la Rosa, Gregorio Ortiz, Tenientes, José Cabrera Montaño, mayordomo, Juan Diego García, Diputado, y Antonio Caro, Escribano de la misma, “habiendo tenido su acuerdo y deliberación conveniente como tales hermanos y oficiales de la Hermandad”, recayeron en los señores Juan Javier de Andrade, Procurador del número de la Real Audiencia de Sevilla, y a Tomás de Lanzagorta, que lo era de los Reales Consejos de la Villa y Corte de Madrid, a quienes les fueron otorgados poderes “para que representando a esta Hermandad, salgan y defiendan en dicha Real Audiencia, para que por este tribunal entreguen la Regla que se ha recogido reformando sus capítulos que sean necesarios y evacuado; se remita a S. M. el rey nuestro señor (que Dios guarde) y señores del Supremo Consejo para que puedan parecer en nombre de esta Hermandad en juicio, haciendo los autos y diligencias necesarias que requieran pedimentos…”. A la firma de dicho auto, fechada en Castilleja de la Cuesta el día 14 de septiembre de 1791, comparecieron también como testigos los señores Manuel de Castro, Alcalde Ordinario de la Villa, Pedro Rivel y Juan de Porras, vecinos de la misma.

Tres meses más tarde, ante la tardanza de su aprobación, el día 1 de diciembre del citado año, el señor Andrade, en nombre de los mencionados José de la Rosa y Gregorio Ortiz, Alcaldes de la hermandad crucera, reclamaba el renovado libro de reglas depositado en la escribanía arzobispal: “Digo que por poder otorgado con todo conocimiento, arreglar según está mandado el Libro de Regla de la citada Hermandad de la Santa Vera Cruz, que se halla en la presente escribanía, se necesita que se me entregue a cuyo fin: Suplico a V. S., así lo provea y mande en justo y total acuerdo”.

Finalmente, y transcurrido algo más de un mes, el señor Andrade recibía las Nuevas Reglas, tras ser ratificada su firma en la carta de entrega que le fue remitida por la escribanía arzobispal: “Recibí la Regla que se manda entregar por el anterior auto para el fin que se expresa, hoy enero catorce de Mil Setecientos e Noventa y dos años”.

TEXTOS: Juan Prieto Gordillo
Profesor de la Universidad de Huelva
Historiador de la Hermandad